viernes, 19 de agosto de 2022

La historia del viejo Chichantlán

 

No viene al caso la fecha porque ella no quita ni pone más o menos verosimilitud a la crónica que paso a referir. Diz que esto ocurrió durante el periodo colonial en tiempos en que de estas indias occidentales enviábanse galeones con mas onzas de oro que granos podía haber en los graneros de Chinatián.

Érase pues lo que ha sido siempre: la pluma para el plumario; las Partidas de Alfonso el Sabio para el escribano; y el día para alabar a Dios. Santa Teresa de Jesús a quien crónicas y memorias llaman la doctora de Ávila, tenía un hermano, llamado Francisco de Aumada, bien entrado en años, cuando comienza el discurso de esta sin par historia y a quien diole la santa el encargo de dotar a las tres catedrales de indias de tres culturas de la Virgen santísima, bajo tres distintas advocaciones. Así, la del Carmen a Guatemala; la de la Concepción a León de Nicaragua; y la de la  Mercedes a la llamada ciudad de los virreyes de Lima. Un antiguo manuscrito refiere que el varón dispúsose a cumplir el encargo de su hermana la santa, y enderezó proa  las indias, haciéndose a la mar con buen viento.

Cumplido el mandato en Lima y Guatemala, quedaba pendiente el de Santiago de los Caballeros de León e hízose con hinchadas velas a la mar, embarcándose n el puerto de Iztapa en donde es fama que don Pedro de Alvarado, comendador de la orden de Santiago y capitán general del reino, construyó las naos que sirvieron para acometer la empresa de conquistar la isla de las especiería. Llegó al punto del Realejo y de aquí siguió su viaje a Chichantlán, en donde hizo alto para continuar al otro día su andanza.

Muy de mañana, aderezadas las cargas y caballeros en mula, partía don Francisco de Ahumada, mas, es fama bien notoria que la mula, al llegar a cierto punto negocia pasar y, siendo en vano los ruegos y zumagazos, Ahumada le dijo:

-Échele un terno, hermano sin cuidado.

-Pues así sea, con el permiso de vuestra merced.

Y salió uno tan tremendo que la mula se estremeció y que hizo exclamar a Francisco:

-¡Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, no sigáis, hermano, que puede llover fuego.

El animal quedóse quieto. Pero vuelto a la carga, la tiró del cabestro e hízole mil diligencias y el animal estuviera todavía así, si Dios ‘pugliese’ darle largos años de vida.

-Hágase tu voluntad, Dios mío -dijo Ahumada- y tornemos a la posada que mañana será otro día.

Repitióse por varios días la salida, buscando otras calles, pero el animal, como si humano entendimiento hubiera, íbase a buen paso y deteníase en el mismo sitio. La piedad y la superstición dieron en decir que la Virgen no quería marcharse de Chichantlán y de acuerdo con el cura y con el permiso de Ahumada, se acordó que la Virgen se quedase en Chichantlán, procediéndose enseguida a levantar el templo.

Corrieron los años y la Virgen de la Concepción conocçiase con el nombre de la Virgen del Viejo, haciéndose así referencia al viejo Ahuada que la trajo.

‘Sólo la Virgen del Viejo puede salvar a tu hijo’, decían las mujeres.

‘En la tempestad del Realejo salváronse todos los que eran devotos de la Virgen del Viejo’.

Aquel viejo era Francisco de Ahumada, cuya barba blanca y florida recordaba junto a su bordón de peregrino. Referíanse casos estupendos a la Virgen del Viejo. Refería una señora que estando sola, en los momentos supremos de dar a luz, invocó la misericordia de la Virgen del Viejo, apareciendo momentos después una mujer de rara belleza que la asistió con cuidadoso esmero, y al despedirse la señora agradecida le dijo:

-Dígame dónde vive usted para irla a ver en cuanto me levante.

-Pregunta por mí en la plaza y cualquiera te dará las señas.

-Y, ¿cómo se llama su Merced?

-Yo… María de la Concepción.

La señora se levantó, fue a buscar a la divina comadrona, pero nadie le dio razón. Sin embargo, decía, ella me asistió y es natural que viva.

A veces el sacristán no podía abrir el cameríno. Era que la Virgen estaba ausente. Al otro día hallábase a los pies de la Virgen arenas y conchas de mar, calabazos con mantequilla y frutas que le obsequiaban los Hatos.

Otra vez era, según la mujer lavandera de oficio, que jamás pudo reunir dinero suficiente para comparar una estampa de la Virgen. Una tarde, después de golpear afanosamente durante todo el día la ropa, al tornar a casa, encontróse con que sobre la arandela de cera de la candela había hecha exactamente una lindísima escultura de la Virgen del Viejo.

(Tomado de Gustavo A. Prado: Leyendas coloniales. Ediciones del Club del Libro Nicaragüense, Managua, 1962.)

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