domingo, 3 de febrero de 2019


El Último vástago

El último retoño de una raza fuerte y noble había nacido poeta. Se llamaba Yrupé, como la flor de los ríos. Y era alto, bien parecido y con tez bronceada.
Como todo guaraní, amó la selva, y amó también a Baicobé, la joven que llegó a ser su esposa.
Las cristalinas aguas del río Uruguay lo tuvieron en su seno y la floresta lo vio deslizarse en canoa, siguiendo la costa.
Sus versos primeros fueron para esos dos cariños: el suelo y su esposa.
Pero un otoño ventoso y desapacible, ella se fue con el séquito de hojas caídas, a otros mundos, y el hombre joven, se tornó más sombrío, y su cabeza se cubrió de plata.
La selva entera respetó su viudez, silenciando sus rumores. Yrupé, en adelante, sólo hizo versos a las glorias de su raza.
Mas, un sentimiento le anunciaba que ella también se extinguiría, por el dominio del blanco.
Un día que estaba más sensible que otros, se despidió del jacarandá, del ceibo, del burucuyá, y miró cariñosamente al “carau”, al picaflor y al zorzal.
Y otro día, Yrupé, el último retoño puro de la raza guaraní, exhalaba el último suspiro.
Todo lo que él anunciara aconteció. Muchedumbres de blancos conquistaron la región. El progreso se hizo sentir. Cayeron árboles, se abrieron picadas y la civilización modificó lo que la naturaleza había regalado al lugar.
Pero los moradores, algunos mestizos de guaraníes y blancos, afirman que en noches tranquilas de verano, cuando la bella Yasí Obaguasú platea las aguas del Uruguay y la selva que aún resta, entre la fronda se desliza una sombra que recorre los dominios de sus mayores. Luego se eleva una música. Vuelve a dormirse la selva y del follaje se desprenden minúsculas y cristalinas gotas. Son sus lágrimas.
Clelia Gómez Reynoso

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