miércoles, 21 de agosto de 2019

Tepozton (Leyenda Mexicana)


Los dioses que viven sobre las nubes tienen muchas cosas que hacer. Se ocupan de mandar lluvia a la tierra, cuando conviene, para que crezcan las cosechas; administran los vientos y, cuando hacen algún descubrimiento, se lo enseñan a los hombres. Los dioses han enseñado al pueblo mexicano a tejer sus trajes, a hacer carreteras y otras muchas cosas más. Cuando no tienen nada que hacer, los dioses juegan  a la pelota sobre las nubes o se tumban para fumar su pipa.
Hace muchos años, un dios de los más jóvenes se aburría de hacer lo de costumbre. Andaba triste y meditabundo. Al preguntarle otro de los dioses por qué estaba tan aburrido, contestó que era porque deseaba tener un hijito. Un día bajó a la tierra y empezó a vagar por ella. Nadie sabía que era un dios porque su aspecto era el de un hombre vulgar. En sus correrías llegó a un arroyo y allí conoció a una muchacha muy bella que iba a llenar su cántaro de agua. Pronto se enamoraron uno de otro y tuvieron un hijo. El dios se sintió muy feliz con su pequeño y su querida esposa; pero tuvo que abandonarlos porque tenía mucho que hacer en el cielo: debía ayudar a regular las lluvias y vientos, pues si no, se hubieran secado las cosechas y su familia hubiera muerto de hambre. Así que se despidió cariñosamente de ellos y desapareció.
La joven vio que en el lugar donde se habían despedido, sobre el suelo, había una hermosísima piedra verde. La cogió, la agujereó y se la colgó al niño del cuello. Al hallarse sola, decidió volver a casa de sus padres; pero estos la recibieron muy mal. Querían matar al niño, pues decían que un niño sin padre debe morir. Entonces, la muchacha huyó de su casa; vagó por el campo y, al anochecer, decidió dejar al niño sobre una frondosa planta y ella volvió a su casa llorando. Sus padres pensaron que lo había matado.
Al día siguiente corrió a ver a su pequeño y lo encontró rodeado de las hojas carnosas que la planta había curvado sobre él para que no le molestase el sol. Dormía profundamente y sobre su boquita goteaba un líquido lechoso, dulce y caliente, que manaba de las hojas. La madre pasó el día con él, muy feliz; pero al anochecer hubo de abandonarlo de nuevo en el campo, pues sus padres  hubieran querido matarlo. Aquella noche lo dejó sobre un hormiguero.
A la mañana siguiente lo encontró cubierto de pétalos de rosa, sonriente y tranquilo. Unas hormigas le llevaban pétalos, mientras otras traían miel, que depositaban cuidadosamente  en los labios del niño. Pero la muchacha tenía mucho miedo de que sus  padres descubrieran  el paradero del niño y por esto decidió meterlo en una cajita y echarlo al río. Así lo hizo, y pronto desapareció la caja, empujada por la corriente.
Junto a la orilla del río vivían unos pescadores que deseaban tener un hijo. Cuando el pescador encontró la caja en el río y vio que tenía dentro un precioso niño, se lo llevó a su mujer. Ella, loca de alegría, le hizo trajes y zapatos para abrigarlo.
-¿Cómo lo llamaremos?
-Tiene una piedra verde colgada del cuello; como esta piedra sólo se encuentra en las montañas, lo llamaremos Tepozton -dijo el pescador.
El niño creció  y  fue  muy feliz  con sus padres adoptivos. Cuando tuvo siete años, el pescador le hizo un arco y unas flechas para que se entretuviera cazando. Todos los días venía a casa cargado de caza. Unos días eran codornices; otros, ardillas. Pero siempre traía algo para la cena.
-¿Qué haces todos los días por el bosque? -le preguntó la mujer del pescador.
-Tengo muchas cosas que hacer -le contestaba el muchacho.
Pero ella sospechaba que el chico debía de tener algún poder mágico y que no era un niño corriente. Tenía una puntería tan certera que no le fallaba ninguna flecha que disparara, y esto era extraordinario en un niño de su edad. Y, cuando se le habló del Gigante Devorador, nunca demostró miedo. Pues en México existía un ogro que todas las primaveras devoraba a un ser humano. Cada año escogía una ciudad y en ella se echaba a suertes. Aunque el pueblo había hecho un trato con el gigante: si se le daba todos los años una vida humana, él no mataría a nadie en mil leguas a la redonda.
Cuando Tepozton tenía nueve años, le tocó al pescador alimentar al gigante y decidió ser él mismo la víctima. Se despidió de su mujer y su hijo y se entregó a los soldados para que lo llevasen al palacio del gigante. Tepozton le suplicó al pescador que le dejase ir en su lugar: a él no le ocurriría nada y quizá conseguiría dar muerte al ogro. Al fin, el pescador consintió. Tepozton hizo fuego en un rincón del patio y les dijo a sus padres:
-Vigilad el fuego. Si el humo es blanco, estaré sin peligro; si se vuelve gris, estaré a punto de morir, pero si se vuelve negro, es que habré muerto.
Besó a sus padres adoptivos y se fue con los soldados Mientras caminaban, Tepozton iba cogiendo piedrecillas de cristal y se las iba echando al bolsillo. Eran piedras que salían del volcán, negruzcas y con un brillo extraño. Las gentes solían hacer con ellas collares y pulseras. Tepozton se llenó con ellas todos sus bolsillos. Luego llegaron al palacio del gigante y le presentaron al niño. El monstruo se encolerizó porque le pareció un bocado insignificante. Pero como tenía mucha hambre, preparó una olla con agua hirviendo para guisarlo enseguida y, cogiendo a Tepozton por un brazo, lo metió en ella para que se cociera. Mientras tanto  se dispuso  a poner la mesa.
Cuando lo hubo preparado todo, levantó la tapa de la olla para ver cómo iba su cena y cuál no sería su asombro al ver que había, en vez de un niño, un tigre enorme . El tigre abrió la boca y dio tal rugido que el gigante, horrorizado, se apresuró a poner la tapadera de nuevo. Decidió esperar un poco más.
Como estaba muy hambriento, volvió a levantar cuidadosamente la tapadera de la olla, pero en seguida la volvió a cerrar, porque esta vez encontró, en vez del tigre, una horrible serpiente.
Pero el hambre le acuciaba y decidió comerse la serpiente. Al levantar la tapadera se encontró con que aquella había desaparecido y en su lugar estaba el muchacho, completamente crudo y riéndose de él. Entonces, lo cogió por los pantalones y se lo metió en la boca. Y el humo del fuego de la casa de los pescadores se volvió gris oscuro. Aterrorizados, ellos se echaron a llorar.
Pero Tepozton se escurrió hacia la garganta del gigante, antes de ser masticado. Una vez en ella, se dejó caer en su enorme estómago. Cuando hubo llegado a aquella gran caverna, sacó las piedras cristalinas de los bolsillos y comenzó a perforar, logrando abrir un gran agujero en el estómago del gigante; el cual, destrozado por aquel extraño dolor, mandó llamar a un médico.
-Este muchacho me ha envenenado -gritaba martirizado por aquellos dolores.
Tepozton cortaba y cortaba y el agujero era tan grande que ya empezaba a filtrarse la luz; y de tan grande, el ogro se murió. Entonces, alegremente, Tepozton saltó afuera por el agujero que había hecho. Y el humo del fuego de la casa de los pescadores  se  volvió  completamente  blanco,  por lo que los dos lloraron de alegría.
Después de esto, el pueblo agradecido a Tepozton por la muerte del gigante, le nombró rey. Vivió en el palacio del ogro y enseñó a su pueblo muchas cosas útiles. Cuando tenía tiempo, jugaba a la pelota con su padre, el más joven de los dioses, sobre las nubes. Otras veces, marchaba por su reino, como un hombre cualquiera, para ayudar a las gentes.
Algunos dicen que ahora vive con su padre en el cielo; sin embargo, otros aseguran que sigue en la tierra ayudando a los hombres, pero que no se le reconoce, porque parece un hombre vulgar y corriente.

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