La flor del ceibo
Anahí, la hermosa doncella, alegraba con su presencia la
tierra de los guaraníes. Se adornaba con abundantes collares y pulseras y
contemplaba inocente su belleza en los riachos que desembocan en el Paraná.
En sus diarios paseos fue descubierta entre la maleza por
un soldado español, de esos que habían venido con el propósito de quitar el
suelo a sus mayores.
Anahí sólo recordaba que esos hombres blancos eran malos
y crueles con sus hermanos de raza.
Y viéndole y creyéndole motivo de sus burlas, le disparó
una flecha certera.
Cayó el soldado herido de muerte. Mientras Anahí huía con
la rapidez del gamo.
Pero no tardaron en advertir lo acontecido los compañeros
del soldado, quienes pudieron apresar a la joven para someterla a un horrible
castigo.
La ataron fuertemente a un árbol, ciñendo su cuerpo con
abundantes ligaduras, mientras ella intentaba vanamente desasirse. Luego
buscaron ramas por los alrededores, y aplicándolas al pie del árbol. Les
prendieron fuego.
No demoraron las llamas en surgir del suelo, en forma de
puntas onduladas. La joven estaba condenada a morir quemada. Consumada así la
venganza, los soldados se alejaron.
La noche cubrió el paisaje. La luz del amanecer permitió
apreciar una mudanza en él.
El árbol que había unido su destino al de la bella
indígena, no mostraba, como era de suponer, los rastros de la acción del fuego.
Lejos de eso, se presentaba verde y lozano en su ramaje. Vistosas flores lo
hacían más apreciable.
¿Qué había ocurrido? Las llamas, al envolver el cuerpo de
Anahí, se habían prendido de las ramas sin causar daño, pues la joven, en su
inmenso amor al suelo donde nació, había aplicado su sacrificio para embellecer
el paisaje, que desde entonces contaría con un árbol nuevo.
Y por eso el ceibo adorna la región, recreando la vista
de todos.
Clelia Gómez Reynoso (Leyendas para niños)
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