Este era un rey ciego que tenía tres hijos. Una
enfermedad desconocida la había quitado la vista y ningún remedio de cuantos le
aplicaron pudo curarlo. Inútilmente habían sido consultados los sabios más
famosos. Un día llegó al palacio, desde un país remoto, un viejo mago conocedor
de la desventura del soberano. Le observó, y dijo que sólo la flor de Lirolay,
aplicada a sus ojos, obraría el milagro. La flor del Lirolay se abría en
tierras muy lejanas y eran tantas y tales las dificultades del viaje y de la
búsqueda que resultaba casi imposible conseguirla.
Los tres hijos del rey se ofrecieron para realizar el
viaje. El padre prometió legar la corona del reino al que conquistara la flor
de Lirolay.
Los tres hermanos partieron juntos. Llegaron a un lugar
en el que se abrían tres caminos y se separaron, tomando cada cual el suyo. Se
marcharon con el compromiso de reunirse allí mismo el día en que se cumpliera
un año, cualquiera que fuese el resultado de la empresa.
Los tres llegaron a las puertas de las tierras de la flor
de Lirolay, que daban sobre rumbos distintos, y los tres se sometieron, como
correspondía, a normas idénticas.
Fueron tantas y tan terribles las pruebas exigidas, que
ninguno de los dos hermanos mayores las resistió, y regresaron sin haber
conseguido la flor.
El menor, que era mucho más valeroso que ellos, y amaba
entrañablemente a su padre, mediante continuos sacrificios y con gran riesgo de
su vida, consiguió apoderarse de la flor extraordinaria, casi al término del
año estipulado.
El día de la cita, los tres hermanos se reunieron en la
encrucijada de los tres caminos. Cuando los hermanos mayores vieron llegar al
menor con la flor de Lirolay, se sintieron humillados. La conquista no sólo
daría al joven fama de héroe, sino que también le aseguraría la corona. La
envidia les mordió el corazón y se pusieron de acuerdo para quitarlo de en
medio.
Antes de llegar al palacio, se apartaron del camino y
cavaron un pozo profundo. Allí arrojaron al hermano menor, después de quitarle
la flor milagrosa, y lo cubrieron con tierra.
Llegaron los impostores alardeando de su proeza ante el
padre ciego, quien recuperó la vista así que pasó por los ojos la flor de
Lirolay. Pero su alegría se transformó en nueva pena al saber que su hijo había
muerto por su causa en aquella aventura.
De la cabellera del príncipe enterrado brotó un lozano
cañaveral. Al pasar por allí un pastor con su rebaño, le pareció espléndida
ocasión para hacerse una flauta y cortó una caña.
Cuando el pastor probó de modular en el flamante instrumento
un aire de la tierra, la flauta dijo estas palabras:
No me toques, pastorcito,
ni me dejes de tocar:
mis hermanos me mataron
por la flor de Lirolay.
La fama de la flauta mágica llegó a oídos de Rey que la
quiso probar por sí mismo; sopló en la flauta, y oyó estas palabras:
Mo me toques, padre mío,
ni me dejes de tocar;
mis hermanos me mataron
por la flor de Lirolay.
Mandó entonces a sus hijos que tocasen la flauta, y esta
vez el canto fue así:
No me toquen, hermanitos,
ni me dejen de tocar;
porque ustedes me mataron
por la flor de Lirolay
El pastor les llevó al lugar donde había cortado la caña
de su flauta y les mostró el cañaveral. Cavaron al pie y el príncipe salió
vivo, desprendiéndose de las raíces.
Descubierta toda la verdad, el rey condenó a muerte a sus
hijos mayores. Pero el joven príncipe, no sólo los perdonó sino que, con sus
ruegos, consiguió que el rey también los perdonara.
El conquistador de la flor de Lirolay fue rey, y su
familia y su reino vivieron largos años de paz y de abundancia.
……..
He transcrito esta leyenda tal y como la encontré en la
red. Es una leyenda conocida en la práctica totalidad de las regiones
argentinas, cambiando únicamente el nombre de la flor en los distintos lugares
donde se cuenta: Lirolay, Ilolay, Lirolá, Liolá o también, “La flor de la
Deidad”.